Miguel Fuster, dibujante de cómics, quince años viviendo en la calle
IMA SANCHÍS, 08 de mayo de 2010 - LA CONTRA - LA VANGUARDIA
IMA SANCHÍS, 08 de mayo de 2010 - LA CONTRA - LA VANGUARDIA
Tengo 65 años. Nací y vivo en Barcelona. Estoy divorciado, me casé a los 19 años, y tengo un hijo de 45 años. No acabé Bellas Artes. Fui un dibujante de éxito en los años 60 y 70, una vida poco saludable me dejó en la calle, ahora he recuperado mi libertad. Soy agnóstico.
Quince años en la calle son muchos.
Han sido quince años de dolor, desesperanza, miedo, vergüenza y culpa.
¿Cómo llegó ahí?
Venimos de Aragón. Mi madre hacía faenas y en el DNI de mi padre ponía "jornalero". El señor Antonio tenía una paradita que me cogía de camino hacia el colegio, vendía cómics.
Y se aficionó.
A los 17 dibujaba portadas de novelas románticas, me ganaba muy bien la vida. Mi casa siempre estaba llena de amigos, mucha juerga, una vida bohemia. Pero a los 45 años mi pareja me abandonó y poco después se me incendió el piso.
¿Ya bebía?
Tres o cuatro cubatas al día. Aguanté en el piso quemado un año y fue entonces cuando me alcoholicé. Pese a la insistencia de mis amigos, no quería arreglarlo, demasiados recuerdos, pero les prometí ducharme cada día para no coger hidrofobia.
¿Hidrofobia?
Cuando estás alcoholizado, tienes fobia al agua. A las cuatro de la madrugada empezaba el síndrome. Me iba al bar: cuatro barreges (cazalla y aguardiente), y dos litronas para casa. Luego, el grito de guerra.
¿Qué es eso?
Te provocas el vómito porque no aguantas la bilis. Cuando el mono había pasado, podía dibujar. Pero llegó la crisis y me quedé sin trabajo y en la calle.
¿Y de pensión en pensión?
Tenía amigos que me traían dinero, incluso mi querido hijo, pero yo me automarginé. No quiero que mi hijo se sienta culpable, que piense que no hizo suficiente por mí, porque eso no es cierto, tú mismo te destruyes y sólo tú puedes decidir salir de ahí.
...
Al principio dormía con otros indigentes, bebía para emborracharme. Una noche casi me ahogo en mis propios vómitos, una chica tuvo que hacerme el boca a boca para sacármelos de la garganta.
Sórdido.
Mucho. A partir de ese día sólo bebía para paliar el mono. No soportaba las penas de los otros y me fui a pasar las noches a Les Planes. De día bajaba a Barcelona y vendía cuadritos de toros y sevillanas. Las noches en el bosque eran terroríficas, pero pasaba más miedo en la ciudad.
Le agredieron.
Unos chavales, primero, me hablaron, luego me clavaron un adoquín en la nariz. Perdí el conocimiento. Ese es el riego de la ciudad. En el bosque al menos estaba solo, y aquella soledad me salvó de perder la cabeza.
No entiendo por qué.
Allí no me sentía un indigente, sino Miguel solo en la montaña, aunque apenas dormía, por frío y por miedo. Me cubría de periódicos, plásticos, la manta y hojas. Y me ponía un tablón de madera en la cabeza para tenerla protegida si me atacaban. Guardaba dos cuchillos en la entrepierna. Una noche apareció una jauría de perros salvajes.
...
Supe que si olían el miedo estaba perdido. Me alcé con los dos cuchillos y grité como un loco. Se fueron. La ventaja del frío es que te quita el miedo. Pero estaba muy débil, tan sólo ingería Coca-Cola, azúcar y vino. No he conocido a nadie en la calle que no sea alcohólico. Somos muertos en vida y el alcohol es el único anestésico.
¿Por qué dejó de emborracharse?
Temía quedar inconsciente, desprotegido. El fin de semana era terrorífico: los chavales salen de fiesta y, si se fijan en ti, estás perdido. Cuando dormía en los cajeros entraban continuamente a hacerse rayas de coca.
Usted también debía de dar miedo.
Sí, a la chavala que no se atrevía a entrar a sacar dinero... Yo pedía disculpas y salía. La gente te mira con aprensión, y está en su derecho de mandarte a hacer puñetas cuando pides, pero algunos ni te miran, como si no existieras, eso duele. Luego están los que te apartan de un puntapié: "¡Quita, escoria!", ese momento, repetido una y otra vez...
...
Pero también he encontrado gente muy buena: el dueño de Piera me daba material para pintar, y Manel, el del colmado, me daba melocotones e insistía en que comiera; a esa gente no la olvidaré jamás. Durante una época conviví en una pensión con una chica heroinómana, Victoria. No había sexo, sólo afecto, una buena chica que acabó muerta en un callejón por sobredosis. Se despidió de mí con un beso: "No quiero que vivas mi decadencia". Tenía 33 años.
¿Se prostituía?
Sí. La vida de las putas es trágica, y muchas al verme con el mono me han ayudado.
¿Qué pensaba de sí mismo?
Que mi vida ya había acabado. Era un fantasma que vagaba, enganchado al pasado, atrapado en mí. Pero los voluntarios de Arrels me salvaron, me ofrecieron ayuda y decidí probar una vez más. Le pedí al doctor que me permitiera desintoxicarme sin medicación, no quería estar alelado, y aceptó; y la asistenta social accedió a que no hiciera los cursos y me dedicara a pintar. Me dieron confianza y resultó.
¿Y cómo se siente ahora?
Como un viejo recién nacido.
¿Ya había intentado desintoxicarse?
Sí, más de veinte o treinta veces. Pero ya llevo ocho años sin beber. En Arrels he encontrado una especie de familia.